8 de octubre de 2012

La historia de Eziyi: Una chica solvente (I)

**Un relato de Luka

Mayo de 2005.

Eziyi, nigeriana, 23 años. Acaba de llegar a España. Ha tenido la posibilidad de estudiar en su país, habla inglés y lo usa para hacerse entender, aunque en España es muy difícil comunicarse en ese idioma con la gente de la calle. Es alta, mide 1,85, tiene unas piernas muy largas y un cuerpo estilizado; además es guapa, aunque quizá tenga los labios un poco grandes para el gusto occidental. No la boca, solo los labios. Pero es definitivamente guapa. Está embarazada y su estado ya empieza a manifestarse. Hay algo en su rostro que le impide transmitir toda su belleza. Está cansada, muy cansada. 5.000 kilómetros de camino son muchos kilómetros. Tiene la mirada perdida y, a pesar de haber llegado por fin a la pequeña ciudad de provincias que ella buscaba, está triste. Quiere buscar cualquier rincón para pararse a llorar pensando si todo ese camino y el precio que ha tenido que pagar ha merecido la pena.

 

Ha llegado aquí buscando a su marido solo con una dirección que él le envió hace unos meses. Ya hace mucho tiempo de eso y no ha vuelto a saber de él. Se teme lo peor, pero está siguiendo el plan que trazaron los dos. Emmanuel iría primero a Europa. Les han dicho que en España tendrá trabajo y una nueva vida. Una vez aquí, él la esperaría a ella.

Cuando él llegó a España le interceptaron en el Estrecho. En ese momento, todo se desmoronó. Había pagado casi 2.000 € por llegar hasta esa patera, había cruzado media África para nada. Cuando pasados unos días le llamaron se derrumbó. No quería volver, sería el símbolo del fracaso, sería volver a la vida de la que siempre había querido huir. Pero lo que ocurrió  no se lo esperaba. En el Centro de atención de emigrantes le dieron un bocadillo y le subieron a un autobús. En aquel autobús nadie entendía nada, todos se miraban con asombro, ¿dónde les llevaban? Cuando por fin el autobús empezó a moverse, le dio un vuelco el corazón, miró hacia atrás y solo veía una cosa: el mar quedaba atrás, no sabía cómo ni por qué, pero se dirigían hacia el interior de España, hacia el interior de Europa. Lloró. No sabía dónde iba pero le daba igual: lo había conseguido.

800 kilómetros de carreteras y pueblos después se bajaba del autobús en una pequeña ciudad con un imponente castillo medieval. Era una población de no más de 5.000 habitantes que cada vez son menos, pero es el centro de una comarca con cientos de pueblos que en invierno no superan los cien o los cincuenta habitantes. Hace frío. En esta pequeña ciudad hace mucho frío y él no está acostumbrado a tener frío en días de sol, pero ha descubierto que no hay frío que no se pueda salvar con un poco de ropa, y por suerte hay quien se la deja. En ese lugar perdido hay una asociación que acoge a inmigrantes africanos y les ayuda a tener una oportunidad.

Emmanuel lleva ya casi 6 meses en España. Es educado y trabajador, colabora con los voluntarios de la asociación y se ha ganado su simpatía; hasta es posible que le busquen un trabajo. Un trabajo. Un sueño. Dinero propio, independencia, un lugar para él y para su esposa.

España es una locura, en todas las ciudades se levantan edificios sin cesar y en cada pueblo una, dos o tres urbanizaciones. Se necesita mano de obra para la construcción, no importa que no sepas hablar español, te necesitan ya.

La asociación le ha conseguido un trabajo en la capital de la provincia que, aunque sigue siendo pequeña, es una ciudad. A él y a otros tres africanos. Además ha conseguido un piso para los cuatro. El salario es bajo pero entre todos pueden hacer frente al pago del alquiler y empezar a vivir una nueva vida. A veces piensan que les están explotando pero no se pueden quejar; otros compatriotas o emigrantes africanos malviven con peores trabajos, que no son otros que vender películas, música pirateada, o gafas y relojes falsos, sobre una manta que más de una vez han tenido que recoger a toda prisa para huir de la policía.

Él, en cambio, tenía un trabajo de verdad, un trabajo legal, y tenía una dirección, una dirección real, una dirección a la que le podían escribir, una dirección que hace meses  le dio a su esposa todavía en Nigeria. El sueño de estar juntos estaba cada vez más cerca. Con la ayuda de otra asociación de la capital conseguiría que Eziyi también llegara a España.

Para Eziyi esas fueron sus ultimas noticias. Hacía tiempo que no había ninguna llamada, ninguna carta, ninguna novedad. Tenía que hacer algo, tenía que saber algo, tenía su dirección y era una dirección de verdad. Eziyi sabía dónde ir. Jamás había oído hablar de esa ciudad antes, pero sabía que su vida estaba allí; aunque tuviera que cruzar media África, sabía que el momento de salir había llegado. El camino a seguir sería el de Emmanuel. Llegaría a Níger, y desde allí cruzaría Argelia y Marruecos y luego a España. Había otra alternativa: colarse de polizón en algún barco que saliera de los puestos nigerianos con destino las islas Canarias o Europa, pero esa opción para una mujer sola podía ser más peligrosa; si era descubierta sería una mujer a merced de una tripulación de un carguero y su idea no era acabar como esclava sexual de esos tripulantes. Y eso en el mejor de los casos.

Para L la mañana estaba siendo una locura. Eran las 13:30 y todavía no se había levantado ni para desayunar, y eso que para desayunar tiene una costumbre fija. Es director de banco y cada día abre su oficina a las 8:00 de la mañana; a las 8:40 sale para llevar a su hija al colegio y después de dejarla desayuna antes de entrar otra vez en la oficina. Muchas veces es el único momento de desconexión, quizás es tan pronto que todavía no hay nada de lo que desconectar, y dejar toda la mañana por delante casi sin descanso a veces es agotador, pero ya se ha acostumbrado. Además, como sale de casa sin tomar nada, comer algo a esas horas es una bendición.

Pero esa mañana, cuando llegó a la puerta de la oficina, había uno especial esperando entre los clientes. No era un cliente cualquiera, y aunque no era como para hacerle una reverencia al saludarle, L estaba seguro que al cliente le gustaría que fuera así. El Sr. XXX era un cliente de esos que quiere alfombra roja hasta el despacho y solo hasta el despacho, trato diferenciado y tiempo, mucho tiempo. Quiere que cuando se dirijan a él le traten de Señor. L sonrió a la fila de clientes y dio los buenos días a todos terminando por su cliente especial, este solo contestó: “¡Te estoy esperando!” «Ya, ¡como si no me hubiera dado cuenta! », pensó L para sí mismo.

Así que cuando L se sentó en su silla lo primero que hizo fue llamar por teléfono a casa para decir: cariño hoy tienes que ir tú al colegio. No le gustaba nada hacer eso porque para su esposa, por su enfermedad, madrugar supone arrastrar un mal día el resto de la jornada, pero ese día no había otra opción.
Encendió su ordenador y tecleó el nombre del Sr. XXX. En la pantalla apareció toda su información. Ya estaba preparado. ¡Ufff...! Vaya forma de empezar la mañana. A las 8:15, nada más abrir la puerta, el cliente entró al despacho, L le recibió extendiendo su mano, pero el Señor. XXX se sentó directamente en la silla y empezó a hablar.

Después del Sr. XXX hubo otros clientes. Sin descanso, eran las 13:30h y no había tenido descanso. En esos días L a veces desconectaba mirando por la cristalera de su despacho, que ocupaba toda la fachada. No había pared, solo cristal y una cortinilla que siempre estaba abierta. Daba a una acera de una manzana ligeramente elevada sobre la calzada principal y lo que veía era un paso de cebra, con solo girar sus ojos unos grados, su mirada pasaba de la pantalla de su ordenador al paso de cebra.
L había desarrollado la habilidad de mirar a la calle incluso cuando tenía algún cliente enfrente. A veces su mirada encontraba a alguna chica a la que seguir mientras cruzaba toda la avenida, otras a algún anciano al que no le daba tiempo cruzar y muchas veces a clientes que minutos después tendría sentados en su mesa y que no sabían cómo narices L les estaba esperando justo con la documentación que necesitaban o anticipándose a la negociación que ellos esperaban iniciar. Lo que no sabían era lo fácil que resultaba pasar de un paso de cebra a la pantalla de un ordenador.

Quedaba media hora para cerrar la oficina al público. Media hora para salir del despacho quitarse la chaqueta y la corbata y hablar con sus empleados, desahogarse, y pronunciar él esa frase que tanto le gustaba oír de su compañero de la mesa de al lado: ¡Toda la mañana matando tontos! Entonces la vio: una chica negra que cruzaba la calzada, era una de esas chicas a las que seguir con la mirada; andaba despistada, perdida. Desde la calle, ella miró a su cristal. No, no miraba al cristal, miraba al letrero con el nombre de su entidad. Bajó la vista al papel que llevaba en la mano y otra vez al letrero. Entonces aceleró el paso. L supo que venía a su oficina, pero pensó que no llegaría a conocerla. Normalmente los emigrantes desconocidos entran y van derechos a los puestos de caja para pagar alguna tasa o alquiler.
La vio terminar de cruzar y girar a la derecha para subir las escaleras que llevan a la manzana de su oficina y en ese momento la perdió de vista. Segundos más tarde estaba frente a su cristal; ella miró hacia adentro y le vio. Luego volvió a mirar al papel y siguió andando por la acera a lo largo de la cristalera hacia la puerta; él la siguió con la mirada  través de la cortinilla. Conocía la secuencia que venía a continuación. La perdería de vista unos segundos, timbre exterior, sonido de interruptor de apertura de la puerta, apertura y portazo. No sabía por qué, pero nadie cuando entra en un banco cierra la puerta al entrar, siempre dejan que se cierre sola.

Eziyi entró en la oficina. Había poco público, solo cuatro personas estaban siendo atendidas en varias mesas, y unas seis personas más esperaban en la fila. No sabía qué hacer, no sabía dónde preguntar, así que se puso en la fila y esperó su turno. Cuando llegó al mostrador diez minutos más tarde el empleado la saludó y le pregunto qué quería, aunque ella no entendió nada. Empezó a hablar en inglés y preguntó al empleado si sabían algo de su marido, al que nombró con nombre y apellido. Al empleado el idioma inglés le sonó tan a chino como el impronunciable apellido nigeriano de su esposo, que ella había adoptado. Le hizo un gesto con las manos y le dijo “Espere un momento”, se levantó de su silla y se acercó a la mesa del final al lado del despacho del director, sabía que los dos hablaban algo de inglés y les preguntó: “¿Alguno podría atender a una persona que viene hablando inglés? ¡Es que yo no entiendo nada!” El gestor de la mesa estaba atendiendo, así que L le dijo: “Dile que pase por aquí.” Inmediatamente se dio cuenta de que por mucho que le dijera ella poco iba a entender, así que se levantó y se dirigió a la puerta del despacho, el empleado señaló con el brazo a Eziyi la dirección a seguir.  L estaba en la puerta, la saludó y, mientras la hacía pasar, pensó: “serán solo cinco minutos”.

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