26 de octubre de 2012

La historia de Eziyi: Una chica solvente (II)


La invitó a pasar delante de él y dejó la puerta entornada, seguramente para que su inglés ya casi olvidado no se oyera mucho en el resto de la oficina. Lo había estudiado en el colegio y en el instituto, aunque donde aprendió de verdad lo poco que sabe y recuerda fue en Inglaterra, donde pasó un año trabajando de lo que pudo y de lo que supo en un campo de trabajo agrícola, un restaurante y sirviendo como conejillo de indias en grupos de estudiantes extranjeros para futuros profesores de inglés. Pero eso fue hace 20 años, desde entonces ni había vuelto a estudiar inglés ni lo había hablado.

Se sentaron a la mesa y le preguntó en inglés:

- ¿En qué puedo ayudarte? (esa fue fácil)

Ella le contestó que estaba buscando a su marido, que se llamaba Emmanuel Xxxxx y que le habían dicho que tenía cuenta en esa oficina. La entendió, entendió todo menos el nombre, así que le pidió que se lo repitiera y deletreara. Ella se lo mostró en un papel en el que lo llevaba escrito.
 
El nombre le resultó familiar, en principio no supo porqué, intentó acelerar sus neuronas. Ese nombre ¿de qué lo conocía? Cuando terminó de escribirlo, al momento de pulsar la tecla Intro lo recordó. ¡Moroso! Estaba en la lista de morosos. A la vez que llegó la respuesta a su cabeza, llegó la del ordenador mostrando un pequeño icono rojo en un lado de la pantalla, confirmado estaba en el fichero de morosos.
Apareció el número de cuenta, no tenía nada más, la cuenta y una tarjeta bloqueada. Comprobó los movimientos de la cuenta y vio que no operaba con ella desde hace más de cuatro meses y tenía un descubierto de 100€ aproximadamente. Su primer pensamiento fue recuperar la deuda pero al segundo cayó del guindo: nada hacía suponer que aquella chica pudiera hacer algo al respecto.
Ella le miraba, sabía que aquel hombre que tenía enfrente había encontrado, algo. Cuando apartó la mano del teclado y empezó a mover el ratón, la sonrisa de bienvenida que todavía mantenía desde la primera pregunta que le hizo fue desapareciendo, así que se puso en guardia. Después de unos segundos se giró hacia ella, la miró y como pudo le dijo que sí, que su marido era cliente de esa oficina, pero que desde hace cuatro meses no tenía ningún movimiento en la cuenta y que tenía una deuda pendiente con el banco.

No supo como reaccionar, se quedó paralizada, la información que le podía dar aquella persona era su última esperanza para encontrarle. En su cabeza se agolparon todas las imágenes y frustraciones de su periplo hasta llegar ahí…

Recordó cómo había recalado en el banco. Cuando llegó a la dirección que había guardado como un tesoro todo el viaje, encontró en ella a tres hombres, otros dos nigerianos y un marroquí, que le dijeron que habían compartido piso con Emmanuel durante seis meses pero que desde hace cuatro él ya no estaba allí. Le enseñaron su habitación y algunas pertenencias que todavía había allí, y antes de que ella pudiera hablar le reclamaron el importe correspondiente a los cuatro meses que su marido no había pagado y que ellos habían tenido que asumir.

No podía ser que Emmanuel hubiera desaparecido así. Si se hubiera ido a otro sitio se lo habría dicho a alguien o le habría escrito una carta. Además no habría dejado sus cosas en aquel piso. Se sentó en una silla. Mientras, los otros tres hablaban entre ellos y le gritaban, pero ella no oía nada, intentaba buscar respuestas que no encontraba. Había llegado a su destino, pero su destino de verdad había desaparecido. Les miró. A ninguno parecía importarle nada de lo que estaba pasando, solo querían las cuatro mensualidades, hasta que ella gritó “¡Basta!”. Les dijo que ella no tenía dinero, y que si ellos no sabían donde estaba, ella no podía saberlo tampoco. Gritó, hablo y maldijo en su idioma, había dos hombres allí que entendían sus palabras y esperaba que por medio de estas pudieran entender lo que pasaba por su mente. Después rompió a llorar, pero no dejó que nadie la consolara, entró en la habitación de Emmanuel, cerró la puerta y siguió llorando, hasta que se dio cuenta que tenía que seguir buscando. Una vez más tendría que levantarse y continuar, sacando fuerzas de donde no las había. Pero no le quedaba más remedio que encontrarlas.

Cuando salió de la habitación empezó a preguntar, pero ninguno le pudo decir nada. Solo sabían que un viernes por la tarde se marchó de la obra en que trabajaba diciendo que el domingo por la noche estaría de vuelta. Ellos le preguntaron pero no quiso decir más. No le habían vuelto a ver. Eziyi siguió preguntado, tenían que saber más, tenían que contarle más. Después de un rato uno de ellos le dijo que Emmanuel tenía cuenta en un banco, que a lo mejor sabían algo allí, preguntó dónde tenía que ir y le señalaron con un punto en un plano la localización de la oficina. La conocían porque sus dos compatriotas también tenían cuenta abierta allí. Solo le hicieron una advertencia: la Comisaría de Policía estaba enfrente, así que cuando se acercara a la dirección no debería parecer perdida.

Le pusieron algo de comer, pero apenas cenó. Ninguno de ellos le preguntó por el viaje. Con solo mirarla supieron que no debían hacerlo. Una mujer, y además guapa, cruzando África, pasando fronteras, pueblos y ciudades en caravanas guiadas por mafias… Todos supieron lo que le habría pasado, y así entre que ellos no se atrevían a preguntar y que ella se encerró en un mutismo impenetrable, pasaron la cena en un silencio sepulcral. Dejaron que durmiera en la habitación de Emmanuel pero recordándole que debería ir pensando en solucionar la deuda y en pagarles si se quedaba. No pensaba quedarse, aunque esa noche necesitaba descansar.

Le costó dormirse esa noche, hasta que cayó rendida y volvió a revivir su viaje. Todos los detalles se agolparon en su mente, con más fuerza, con más crudeza… Se le acabaron las lágrimas y cuando se secaron sus ojos, se durmió. Cuando se levantó los compañeros de piso de Emmanuel se habían ido a trabajar,. La noche anterior le habían dado una llave para que pudiera volver.

Cuando se despertó era media mañana, así que se vistió corriendo, cogió el plano y salió a la calle sin saber donde ir. Preguntó como pudo a varias personas por la dirección, señalando el punto del plano con el dedo. No avanzaba mas de una calle sin preguntar porque no entendía nada de lo que le explicaban, solo miraba la dirección en la que apuntaba el brazo de la persona que le indicaba, iba hasta el final de esa calle y allí vuelta a empezar. Llevaba 20 minutos andando cuando vio varios coches de Policía aparcados a su lado. Contuvo la respiración. Había llegado a la Comisaría. Había varios policías en la calle. Sus piernas querían correr pero su cabeza la frenó, siguió con paso firme y empezó a mirar a la acera de enfrente. Tenía que estar ahí. Le habían dicho que estaba enfrente. Tuvo que andar unos metros más hasta un paso de cebra. Cuando paró en el semáforo lo vio: justo enfrente estaba el banco que buscaba. Cruzó el paso de cebra decidida, con la sensación de que la estaban mirando. ¿Sería la policía? No se giró para no llamar más la atención. Tenía un instinto especial para esas cosas, y tenía el pálpito de que lo que pasara allí cambiaría su destino. No dejó de mirar el plano y el cartel con el nombre del banco hasta que llegó a la otra acera. Se le encogió el corazón. En ese banco estaban depositadas todas sus esperanzas de averiguar algo sobre el paradero de Emmanuel.

Sus pensamientos la trajeron de vuelta al despacho de L.

Había dudado antes de cruzar el umbral de la puerta. Las paredes eran de cristal pero no quería entrar. Aquel hombre la esperaba en la puerta y con un brazo le indicó que pasara. Había mucha luz. Miró a través del vental y su mirada hizo el mismo recorrido que unos minutos antes había hecho la de L. Desde allí se veía la oficina, la calle y el paso de cebra que acabada de cruzar, y se dio cuenta de por qué había sentido que alguien la miraba. Se sentía insegura. ¿Y si llamaban a la policía? ¿Dónde se estaba metiendo? La sonrisa de L no la tranquilizó del todo. Le indicó que se sentara en una silla mientras él mismo ocupaba su sitio al otro lado de la mesa. Se tranquilizó un poco cuando empezaron a hablar.

Pero unos minutos después, la ansiedad había vuelto. Aquel hombre le estaba diciendo que desde hacía cuatro meses la cuenta no se utilizaba, que para el banco también había desaparecido, que también les debía dinero. Pensó que había agotado sus lágrimas la noche anterior, pero debía tener un depósito suplementario porque una lágrima empezó a bajar por su mejilla.

Él la miró, no podía hablar. Le dijo que lo sentía, pero ella quería saber más, le pidió por favor que le dijera algo más.

L volvió al teclado, varios menús pasaron por la pantalla, ella la miraba como si Emmanuel fuera a salir de ella. Al final, cuando paró, le dijo:

- La última operación de su tarjeta fue en un cajero de Alicante.

Para ella eso no tenía ningún significado. Alicante. ¿Qué era Alicante? “¿Dónde está eso?”, preguntó.

Él buscó algo entre sus cajones, pero los cerraba uno tras otro sin llegar a sacar nada de ellos. Al final encendió su teléfono y le mostró en él un mapa de España. Al lado del mar le señaló un punto: Alicante.

No podía ser. ¿Por qué? ¿Para qué iría Emmanuel allí? ¿Cómo era posible que se hubiera ido allí solo tres días? ¿Qué buscaba allí? ¿Qué quería hacer?

Entonces le miró y le dijo:

- Necesito ayuda.

L supo que los cinco minutos que había pensado dedicarle se alargarían mucho más. También que, tras lo que él consideraba un día de perros, no sabía a qué hora iba a salir de la oficina.

Eziyi le dijo que acababa de llegar, que llevaba dos meses de viaje, que no tenía papeles y que ya no tenía dinero. Que no podía quedarse, pero que tampoco podía volver, que había venido siguiendo a su marido y que cuando llegó a su dirección no estaba, que sus compañeros de piso le reclamaban dinero y que le habían mandado allí.

Él ya no sabía donde meterse. Aunque no se lo dijo, el primer pensamiento que le vino a la cabeza, porque lo tenía profundamente interiorizado tras años de repetírselo a sí mismo como un mantra por si algún día se le olvidaba, era que eso era un banco y no una ONG. Le dijo que él no podía ayudarle, que le había dado toda la información que podía y que no podía hacer más.

Ella seguía sentada, puso las manos sobre su vientre, lo miró, cerró los ojos y lloró. No lo hacía por ablandarle, solo quería estar sentada sola y llorar. El respetó su llanto, cerró del todo la puerta del despacho y volvió a su silla frente a ella, apoyó sus codos en la mesa y tapó su boca con las manos, una sobre otra. No dijo nada y esperó. Ella volvió a mirarle y repitió:

-Necesito ayuda.

L respiró hondo, pasó una de sus manos por su frente, se removió en su silla y volvió a hablar despacio para volver a decir que no podía hacer más.

Eziyi siguió sentada, inmóvil. A L le dio la sensación de que podría haber cerrado la oficina y al volver al día siguiente la encontraría aún así.

Entonces lo hizo. Lo había pensado cuando le pidió ayuda la primera vez. Si él no podía ayudarla, alguien tendría que hacerlo, y estaba seguro de que aquella chica no tenía ni idea de cómo buscar ayuda. Él no tenía nada que perder por hacer una llamada y ella tenía mucho que ganar.

Cogió su teléfono móvil, buscó un número y marcó. A esas hora Mari Carmen ya debía de haber salido de trabajar. Trabajaba en una asociación de acogida a emigrantes, una de las dos que había en la ciudad. Habiendo solo dos no fue casualidad que fuera la misma que había ayudado a Emmanuel, pero eso L no lo sabía. Cuando descolgaron al otro lado comenzó la batería de expresiones y preguntas sin opción a respuesta:





“¡L! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás? ¿Qué tal…? ¿Necesitas algo? ¿Dónde estás?...” Podría haber apartado el teléfono de su oreja varios minutos antes de empezar a hablar, porque todavía no había podido decir ni una palabra. Estaba claro que Mari Carmen había identificado su llamada. Era una mujer llena de vitalidad, un terremoto, y L estaba seguro de que tenía el don de la ubicuidad porque a lo largo del día podía pasar por todos los sitios que quisiera consiguiendo lo que se propusiera. Sus armas para conseguirlo: su optimismo, una gran perseverancia y su sonrisa.

L no podía reírse de la retahíla de frases que estaba escuchando porque frente a él había una persona que le miraba expectante y esperanzada, porque Eziyi sabía que esa llamada era por ella.

- “Mari Carmen, ya, vale ya, tengo que pedirte algo.”

- “¿Qué? ¿Tú a mí?”La carcajada fue monumental. Genial, dispara.

- Tengo una persona en el despacho que necesita ayuda.

Le contó por encima lo que sabía de Eziyi. Cuando le dijo dónde se había alojado esa noche (en el papel que Eziyi mostró a L con el nombre de Emmanuel también estaba su dirección, una calle que reconoció porque estaba cerca de su barrio) Mari Carmen paró de hablar. Ella también reconoció la dirección.

- “¿Sigues ahí? ¿Mari Carmen?”

- “Mándamela. Esta tarde, mándamela. Que pregunte por mí.”

Mari Carmen supo enseguida quién era. Hasta ahora habían conseguido pocos pisos en XXX que pudieran alquilar para alojar a emigrantes, y la dirección que L le había dado era uno de ellos. Sabía quién vivía allí y sabía que Emmanuel era el único que estaba casado con esposa en Nigeria. No fue difícil atar cabos.

- “¿Qué tal está?”

- “¿Qué tal está, quién?”, respondió L.

- “¡Quién va ser, ella, la chica que tienes ahí! ¿Qué tal está?”

- “Bien, bueno no sé, ya te he contado un poco, no sé, parece muy cansada y creo que está embarazada.”

- “L, dile que venga sin falta a verme esta tarde, ahora no puedo verla, dile dónde estamos, dile que estamos muy cerca de su casa, pero que venga sin falta, iría ahora mismo a verla pero no puedo, tengo que colgar, ¿ vale? Díselo.”, las palabras salían a ráfagas de su boca.

Cuando colgó, L le pidió el plano y marcó otro punto. Ella no sabía cuantos puntos más le iban a indicar. Se lo entregó y al lado del punto escribió el nombre de la organización de acogida de inmigrantes y justo debajo: Mari Carmen. Se lo escribió también en el dorso de una tarjeta profesional. Cuando se la entregó le dijo: “Cuando llegues allí, enséñala.”

Y le dijo algo más que le confirmó que por fin alguien le había ayudado después de tanto tiempo. Aquel hombre señaló las palabras que había escrito en la tarjeta y le dijo:

- “Tranquila, no te preocupes. Te ayudarán.”

Eziyi derramó otra lágrima. Supo que era verdad. Cogió aquella tarjeta como si fuera un salvoconducto a cualquier lugar del mundo.


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